enero 22, 2007

ADZ-90R





Fotografías: Laura Morales Balza

enero 18, 2007

Domingo

Fotografía: Laura Morales Balza

Quiero tus ojos

En la Universidad Simón Bolívar. El cielo, como estos días, oscuro. Algo de frío y mucha humedad. Hacia el atardecer.

—¿Aquí?
—No sé, mamá… tiene que ser un lugar plano.
—Oye, pero tampoco somos diez jugadores. Sólo estaremos un momento y yo no podré patear esa pelota más lejos de ese árbol.
—Mejor lo dejamos así y yo juego con mis amigos en el colegio. Quería practicar pero esto está todo mojado y tú eres mujer y tienes que aprender a darle a la pelota. Además, las mamás de mis amigos nunca dicen que quieren jugar futbolito. Mi papá era futbolista cuando era joven, tú no.
Jajaja, Simón… como quieras. Puede ser divertido precisamente con toda esta humedad.

—¿A qué huele?
Concéntrate
Mami, no sé. Dime tú ¿a qué huele?
—Hijo, estoy como tú, intentando reconocer.
—Adivina tú entonces.
—A ver… no. No doy con ese aroma.
—¡Dame una pista, mamá!
—Creo que viene de los árboles.
Noooooo, mamá… yo creo que viene del agua.
—¿Tú crees? ¿es un olor dulce o salado?
—Salado.
—Entonces no viene del agua.

—Este lugar no está como siempre.
—Claro, mi amor, ha llovido, todo está gris, mojado. Pero es igualmente bello. Me encanta la luz de hoy y no sé si te has dado cuenta pero todo parece estar más nítido.
—¿Qué es nítido?
—Que se ve más claro. Como con más detalle. Más puro.
—Estoy aburrido.
—No puede ser. Hay muchas cosas para ver aquí. Mira hacia arriba.
—Estoy muy aburrido.
—Mi amor… un poco nada más. Mira para arriba.

—Vámonos, mamá. Este bosque ya se puso azul.





de «Historias mínimas de un niño despierto»

enero 12, 2007

En el aire | 001

1 «Sácate ese pitillo de la boca»
Centro Ciudad Comercial Tamanaco. Caracas.

2 «¿Quieres saber cuánto te ganaste ahí?»
Restaurant Churchill. Maracay.

3 «¡Allá, chico! La señora que tiene la espalda atrás»
Centro Ciudad Comercial Tamanaco. Caracas.

4 «Si no te callas, te voy a templar las mechas y me voy a quedar con los pelos en la mano»
Carretera Guanare-Barinas.

5 «El mío, marrón y tibio, por favor»
Posada Los Andes. Mérida.





En el aire | 001
Esas frases o expresiones que circulan cerca de nosotros. No nos están dirigidas pero coinciden con nuestro paso en su vuelo. Me gusta mirarlas fuera de contexto. Algunas me parecen extrañas, simpáticas, ajenas, propias.

enero 11, 2007

Páramo de la guarda, dulce compañía

La ciudad de mi infancia está cerca de unas montañas que siempre me maravillaron. Cuando cruzábamos esos paisajes —mis padres, mi hermana y yo— sentía que miraba otro planeta. Era una sensación que provocaba un gran silencio y mucha introspección. Sigo siendo presa de ese asombro. Los colores, los aromas y las luces de esas montañas siguen perturbándome como en mi niñez y yo adoro poder mirarlas aún desde esos ojos, es como afianzar la existencia. Saberme en este mundo.

Ya no voy apenas sostenida de la ventana. Mis ojos pueden elevarse mucho más y la perspectiva de las casas y los caminos ha cambiado. Algunos lucen muy estrechos. Estancias que me parecían enormes hoy son algo comprimidas y angostas. Sin embargo la humedad, el olor de la tierra, el olor del verde, los árboles grises y ancianos, el vértigo y la majestuosidad de las paredes que rodean esos lugares surgen intactos de mi memoria. Cambia mi cuerpo, mi voz, mi cabello; pero ese entorno sigue siendo exacto para mí.

Los riscos de esa carretera no venían solos. En el carro de mis padres convivían dichosos el Quinteto Contrapunto y el Concierto para violín en re mayor de Tchaikovsky, contraste tremendo vitalidad-tragedia que era parte de lo que acompañó siempre nuestros viajes —y nuestras vidas—. Esa música contribuía gratamente al despegue de mis ojos. No sólo me aplastaba la belleza del paisaje: por dentro, además, la música siempre hacía su trabajo.

Esos verdes… esas tardes se salpicaban por versos que mi papá decía en voz alta. Es una delicia leer, sí. Pero también es una delicia escuchar con los ojos ocupados en semejante geografía. Si mi papá recitaba el Palabreo de la Loca Luz Caraballo cuando nos acercábamos a Apartaderos, créanme, era fácil verla cruzar repentinamente o acongojarse por los luceros que contaba con la angustia repartida; solísima; sin hijos, sin carneros, por aquellos farallones altísimos.

Ese contraste se presenta nuevamente en mi papá llanero y mi mamá andina. Desconozco en qué instante de la vida se concreta el alma de un ser humano ¿qué le gusta? ¿qué añora? ¿en qué momento el cuerpo y el alma se hacen uno? ¿qué le será desagradable? ¿qué lo amado? ¿cuándo, el alma, contempla el movimiento de uno de los brazos de su cuerpo y sabe sí… es mi brazo… con este brazo y con esta mano tomaré este vaso y calmaré mi sed; con este brazo y con esta mano tomaré este pincel, o este lápiz, o este abrazo… cuándo, el alma, se sabe en determinado cuerpo?

Si en teoría, eso ocurre en un instante… mi papá llanero y mi mamá andina colocaron —colocan— referentes importantes que hicieron que mi alma escogiera el azul y no el amarillo. Que mis oídos escogieran a Sebastián de Vivanco, a Sibelius y el afán por intentar retener todo lo posible por dentro. Mi papá llanero se detenía a veces en algunas caídas de agua que hoy día son un misterio, porque no las veo tan presentes en el trayecto. Nos mojábamos las manos y subíamos de nuevo al carro con el rostro mojado y una sonrisa nerviosa. Mi mamá andina contemplaba o sonreía con una sonrisa que no es muy común, pero tremendamente hermosa cuando aparece, o preguntaba sobre la temperatura del agua. Ella observaba desde su sapiencia de ese paisaje cómo nosotros nos inventábamos en él. Eso ha sido el amor del contraste de mi papá llanero y mi mamá andina. Un amor que durante la infancia, no siempre tuvo palabras o largas explicaciones. No era un amor para hallarse después de profundos análisis. Era un amor que estaba allí perennemente, incluso en el instante de decir: vamos a bajarnos a mojarnos las manos y la cara.


En el páramo, mi hermana se hacía más blanca y su cabello más oscuro. Mirábamos, adueñadas, cada una de su ventana. Contábamos los carros —después de escoger un color: tú los blancos, yo los azules— y discutíamos porque la una contó uno estacionado y la otra contó uno que no iba detrás sino adelante. No recuerdo en qué terminaron esas largas hileras de carros contados que sobrevivían a la pena de Tchaikovsky en su tercer movimiento. Eso, a veces interrumpido por siestas o inesperados vómitos que soltábamos en unas bolsas plásticas transparentes en las que soy incapaz de colocar algo de comer. No puedo evitar recordar aquellas bolsas infladas y es imposible para mí relacionarlas con un alimento que pueda ingerir.

No puedo definir nuestras edades en ese momento, pero recuerdo cosas con exactitud: los zapatos de mi hermana, las ropas que usábamos y unos cassettes que eran de color marfil con unas etiquetas adhesivas que tenían los colores blanco, rojo y negro. Creo que mi hermana, desde entonces, perfilaba la pasión que más adelante profesaría por los zapatos. A ella le gustan los zapatos. Es un ritual escogerlos y siempre ha tenido zapatos particulares que se parecen a pocas personas. Sus pies son particularmente bellos, así que es bueno que le guste tanto pensar en qué calzado darles.

Todos esos recuerdos se vuelven nítidos cada vez que cruzo esa frontera hacia mí misma. Amo esa ciudad y lo que la rodea. Me hace feliz pensar que mi alma vino a este cuerpo que luego vino a estos padres, a esta hermana, a esos espacios, a esas calles, a esas montañas, a esos cielos. Tengo muchos años en Caracas y no ha sido posible sentir pertenencia de sus espacios. He vivido estos catorce años como si fuesen un paréntesis de mi vida en cuanto a ubicación. Me siento de paso por Caracas. Sin arraigo.

En esta oportunidad fue igualmente difícil salir de las montañas. Atravesar ese pedacito que desemboca en Barinitas como la garganta de un gigante dormido, me da una incomodidad terrible. Debo despedirme nuevamente de lo que no quiero separarme: la soledad más tangible; esos hombres y mujeres que a veces lucen como unas apariciones, rodeados de niños abrigados; el olor. Lo más importante de todo: el olor… digo con frecuencia que regresan restos de mí. Uno no puede despedirse nunca de esos lugares.

Espero entonces, paciente, el próximo viaje. A veces alguna esquina caraqueña me regala la sorpresa de algo que huele a mi ciudad. Me detengo —no importa la prisa— para retenerlo y conservarlo el mayor tiempo posible. Una mañana fresca, una brisa del cerro Ávila después de una noche de lluvia, un poco de cilantro triturado… y todo cobra paz dentro de mí. Aparece mi hermana con sus ojos oscuros, mi papá llanero y mi mamá andina, en ese tiempo que no sé definir, dentro de aquel carro desde donde siempre fue posible imaginar el mundo.


San Rafael de Mucuchíes

San Rafael de Mucuchíes

San Rafael de Mucuchíes

Páramo La Culata

Entre Mucuchíes y San Rafael de Mucuchíes

Posada Los Andes


Posada Los Andes

Mucuchíes


Vía a La Azulita



Fotografías: Laura Morales Balza



evangelio

Lo mismo el templo o la montaña

La sal, para expiar las culpas y cuatro caminos —quizá
con santos que sólo aparecen si la neblina me arropa


Ni la oración, ni esta ciudad
me desvisten de la roca

La casa de mi infancia cada vez más oscura
El árbol de mi infancia cada vez más desnudo


Y estas ramas
Estas ramas con su olor silvestre y alado

Yo
sin aceites
Mastranto entre los ojos
ceniza aún, páramo aún

A días de mí


A siglos de mí









voz

Esta presunción de ruana
Presagio de caminos grises
helados hasta la piedra
Este pálpito incómodo
de montaña inacabada,
rompe mi silencio estatuario

Otra roca puede contenerme

Entre los dedos
escurro un miedo piadoso
Espanto de no saberme entre los árboles
que seguramente preguntarán
—qué de la piel
—qué de la corteza
—qué de las hojas


Tu voz parece el latido del mundo


Cuánto mar
—me pregunto

Cuánto mar









de chachopo a apartaderos

Esta tierra es santa redención para los árboles dormidos

Esta noche, como el musgo
sólo existo para la contemplación
Para imaginar la sierra, por ti
habitada
Por ti, viva

Huellas cada vez más visibles
dentro y fuera del camino —real o imaginario


Dicen camino de los españoles
…digo camino del mundo


Por algo estos pájaros no han dejado tus ramas

No quiero existir en otro lugar
que no sea este ir y venir de riscos austeros
No quiero otro follaje que este follaje de siglos

Aquí
donde sólo el humo sabe decirme que es de día
cuento las piedras que fueron mi vientre

Del uno al diez, como tú
Del todo a la nada, como tú

Del siempre al nunca, como yo









páramo

Para cruzarte
no necesito el aire que respiro
La clorofila que destilas, para dejarme el rastro


Tus ojos no miraron esta montaña, cada vez más alta

No miraron estas mujeres-ánima
sobre la piedra, erguidas
Ni mis manos aferrarse a una tierra que no volverá jamás

Esta montaña es infinita
Jardín y tumba al mismo tiempo
breve instante para los ojos, y para el corazón


No importa el tamaño de la piedra
porque en ella sangra una flor —última
Cáliz añorado en mi silencio de estatua


¿Dónde tu corteza?
Miro desde abajo,
ejército altísimo de árboles con los brazos abiertos


¿Dónde tu corteza?









siete

Tanto silencio del otro lado de la bóveda
—Dios debe dormir un sueño largo—
También en ese silencio hay temblor de huesos
versos que ninguna de las bocas dijo


Es un milagro esta lluvia que no es triste


El llanto de Dios es sabio
—hondo en él
—hondo en las afueras


Siete veces, tu voz insiste en mí
siete lunas que nos miran


La levedad del barro del que somos hechos
ese calor ausente...



Eco insistente de tu voz como un susurro en mi memoria









nubes

«El infierno de Dios
no necesita el esplendor del fuego»

Del infierno y del cielo
Jorge Luis Borges



Arriba o abajo
estas nubes no son oscuridad

Basta renacer en el abrazo, proclamarse
lux
eternae

Estas nubes tienen su ángel de la guarda
—uno alada, etéreo—

El infierno de Dios no necesita el esplendor del fuego ...


Aún nocturnas
estas
nubes
resplandecen









«Dormida, casi muerta, en tu follaje
la luna me parece un pensamiento,
algo así como un dios sin amigos»
Ernesto Lumbreras


no te huelo

te pienso porque no te huelo




y dios no está entre nosotros