octubre 30, 2008

en la mensajería

«Desde Movilnet orgullos@s por el lanzamiento VENESAT-1 Simon Bolivar: colocamos la estrella de soberania y salimos de nuestra frontera para liberar pueblos»


Recibí este mensaje «apolítico» de esta empresa de comunicaciones. Nauseabundo. Ahora utilizan las plataformas de comunicación de las empresas que han colocado bajo su ala. Dicen colocar una estrella de ¿soberanía?. Lo que no colocaron fue los acentos. Tampoco colocan verdad. Ni liberan del hambre, el delito y la muerte al pueblo que tanto mientan.

No deberían hacer estas cosas. Es peligroso. Repugnante. Mi celular es de uso personal. Si yo estiro mi brazo para apagar la radio o el televisor porque es mi elección no escuchar los delirios del presidente ¿por qué tengo que recibir estos mensajes, como si me hubiese inscrito en un grupo, una lista, un club de interesados en la liberación de los pueblos?

Ahora los delitos son abundantes y siniestros. Aparte de los secuestros, aparecen cuerpos decapitados, con la misma simplicidad que tiene conseguir un cachito de jamón en cualquier panadería. Es asible. Normal. No es extraordinario. Es que los venezolanos somos «simpáticos» y «amables». Nada supera la «dulzura» y «carisma» de un venezolano. Somos un pan. Un pozo de virtudes y educación. Todos. Basta salir a la calle para comprobar la disposición que tenemos hacia el otro. El desprendimiento. 

No entiendo esta libertad de cárcel diaria. De imposibilidad, hambre, miedo, frustración, fracaso. Me interesaría un poco el satélite soberano si los hospitales que quedan pueden sostenerse 10 años más sin venirse abajo. Si los mendigos de la salud, encontraran un poco de luz después de sus necesidades. Si los pagos del sector público ocurrieran puntuales y si tres de las niñas que fueron violadas esta mañana hubiesen podido llegar sanas a su salón de clases. 

De otro modo, prefiero apagar mi celular, mientras se aplaca el terror de un sonido de alarma, un pito, un chillido que ilumine mi pantalla para hablarme de mentiras y naves voladoras. 


Qué asco.






octubre 25, 2008

posdata

Estoy en la oficina. En el sofá. Tengo el libro pequeño de Pameos y otros prosemas en las manos. Me levanté de esa quietud que no es necesariamente cómoda, para darte las gracias de nuevo por estas páginas. Para decirte que aquí todo está solo. Estamos solos. Que hoy te habrías sentido mejor, porque no hay sol afuera. Aunque me han dicho que allá te parece más simpático que el día sea lindo e iluminado. Que a veces me da escalofrío cuando pruebo la comida fría porque en silencio sé que detestabas esa frialdad, esa falta de calor. Que a veces lo irritable del sol me sobrepasa más allá de la herida en los ojos porque tu queja simultánea es un eco en esta ciudad tan brillante. Que soy cuidadosa con las palabras y el idioma. Que todo está deshilado, desajustado y que las sincronías andan escondidas en alguna parte donde el mapa no me llevó. Se empañaron los espejos y se escondieron las ardillas, o cualquier animal peludo que las sustituya. Rompen las aceras hechas para vaciar cemento nuevo sobre aceras vivas, talan árboles y siembran otros crecidos que atan con mecates para obligarlos a vivir. Como si fuese un deber. Una tarea pendiente. Pero es un poro abierto. Un vapor condensado en una olla sin tapa. Visible. Escondido. Porque aquí continúa el riesgo de morir asfixiado por cualquier perfume vulgar a tempranísimas horas. Porque uno no puede esconderse ni siquiera en la mañana. Es que aquí el sol brilla desde temprano y sólo la lluvia nos protege.





a Daniel

octubre 23, 2008

ruf

Ruf en su segundo cumpleaños




Un par de sandalias. Cuatro alfombras de paso. Una toalla del hombre araña. Un billete de 10, un billete de 5 y tres billetes de 2. Un texto de Susan Sontag. Tres cucharas de madera. Una correa de cuero. Muchas piezas de Bionicle. Las carátulas de varios discos de acetato (en las esquinas). Una toalla azul y otra anaranjada. Muchas pantaletas, interiores y medias (incalculable). Cuatro sostenes. Dos camisas. Los cables de: una batidora de mano, un microondas, un extractor de jugo, un cuchillo eléctrico, una tostadora de pan y un batidor de mano. Muchos envases plásticos. Un llavero. Seis cojines. Insectos y otro ser vivo (también del reino animal) que no puedo nombrar. Algunos bordes del rodapié. Un edredón. Cuatro suéteres. Dos carteras. Tres cubiertas de CD. Una unidad de zip. Una bata de baño verde. Muchos sujetadores de cabello. Tres zarcillos. Un cepillo de peinar. Mucho papel higiénico. Un envase de detergente. Trapos de cocina. El control de un televisor. Dos piezas de escrable. Varios coletos. Varios cepillos de barrer. Tres rollos FP4, expuestos. Dos nuevos. Muchos periódicos. El borde de la pared que lleva a la cocina. También el marco de la puerta de esa pared. Muchas correas de paseo. Muchos sujetadores de puerta. Muchas partituras (con sus carpetas). La fórmica de algunas puertas de la cocina. Las patas de un banco de madera. El borde inferior de una biblioteca. Una manguera de aspiradora. Un manual de Canon. Muchas copias 5 x 7. Una taza del osito Winnie. Muchas piezas de lego. Varios lapiceros. Jabón. Una esquina de la guía de Caracas. Un morral escolar. Muchas esquinas de libros diversos. Varios recibos de luz. Muchos tubos de acrílico, varios pinceles y el mango de una gubia (que sepamos). 

Feliz cumpleaños, Ruf.

octubre 20, 2008

la mañana

La ventana está empañada. Dibujo en el cristal y detrás de las gotas un señor me deja ver el tamaño de su aburrimiento. Pienso en su corazón, arrastro las líneas con las manos para mirarlo con claridad. Para decirle con los ojos que no está solo en la agonía del tráfico. La vida desaparece como estas gotas. Mi cabello está largo. Podría tejerlo. Cuento los carros azules y los blancos, pero bastan segundos para confundirme en una hilera infinita de cauchos y bombillos. Todo se detiene al punto que ya las llaves no alcanzan su vaivén sonoro. También me distraigo con los postes y los zamuros detenidos en ellos. No sé cómo soportan el frío del metal mojado. Me distraje en sus patas. Los miré escurrirse con las alas abiertas. Regreso al dibujo en mi ventana. Descubro al señor, resignado. Se sonríe con dolor. No sé si por la gracia de mis dibujos o por el tiempo que estuve mirando hacia arriba. Llevo mi nariz a la ventana. La abandono en el frío de las gotas. Huelo, luego existo. Esa frialdad me acomoda la existencia. La facilita. Me concentro esperanzada, en alguna ráfaga de árbol mojado. No es inmediato, como en mi ciudad. En esta ciudad, que no es la mía, los árboles dilatan el viaje de su tintura. Pobres árboles sin aromas viajeros y sin barbas. Abro un poco la ventana, unas gotas graciosísimas despiertan mi brazo derecho. Simón escucha Deep Purple con volumen preadolescente y repite los acordes y resoluciones. Si pienso, tiemblo. Mejor no pensar. Abro aún más, empieza a mojarse mi cara. Está bien para mis huesos. Cuento un par de carros de colores confusos desde el umbral de mi sueño. Otro zamuro. Otra nube. Otras gotas. No hay sol. Qué adecuado. Smoke on the water.