febrero 14, 2008

BCC 19K

Si usted es usuario de la autopista de Prados del Este, tenga cuidado. Es posible que alguna de estas mañanas ronde cerca de usted una camioneta azul celeste, que de celestial no tiene nada, ni de bóveda de estrellas, ni de acaparadora de buenos deseos, ni de coroto para quedarse mirando y distraerse.

Hay conductores felices. Uno puede reconocerlos a través del cristal porque sus ojos parecen vivos a pesar del caos y el infierno. Los hay que se mueven al ritmo de sus músicas misteriosas si uno los observa un rato, y los ve bailar al ritmo de lo que escuchan sólo para ellos. Los hay más altruistas, peludos y jóvenes, que comparten sus decibeles y sus canciones ventanas abajo, y de vez en cuando voltean para constatar que usted se ha percatado de sus bajos y su buen gusto.

Otros conductores se mimetizan con el ánimo de los carros más inmediatos. Si usted está triste porque ha pasado más de media hora y sólo pudo avanzar cuatro metros, usted se descompensa un poco, se hunde en su asiento pensando en las cosas por hacer, se rebaja un poco en ese cojín donde pasa tantas horas y se acongoja. Puede ser que al voltear un poco la mirada usted consiga un rostro triste asintiendo desde el otro lado del cristal, que es verdad… que es doloroso pasar tanto rato allí dentro. Asiente con compasión y cuando avanza un poco la hilera de carros detenida, se despiden cómplices, compañeros de tragedia matutina, seguramente sin desayuno, apurados, con algo de sueño.

Existen también los acompañantes de los conductores, esos que muchas veces van lánguidos en la espera. Los que tienen más tiempo de despedirse de usted si los mira mucho rato. Los niños son los más atentos. A veces dejan colar miradas de soporte y uno cree ser capaz de soportar diez hileras más de peceras con ruedas. A veces, niñas con sus lazos lustrosos y peinados perfectos y uniformes y suéteres para estos climas tan indecisos, se despiden desde la parte de atrás del cristal con verdaderos gestos de despedida. Dicen adiós insistentes, con sus manos, y miran a los ojos. Miran a los ojos.

Pero si una mañana no hay seres con esos ojos y esos corazones, tenga cuidado. Puede aparecer esta camioneta BCC 19K con su conductora estrella. Esa especie de ídolo huesudo y trasnochado de vozarrón profundo capaz de proferir cosas horribles a través de esa boca incapaz de sonreír. Lo digo con propiedad, sé que no sonríe, porque además de encargarse de entristecer a todos en la cola, no contesta los buenos días, no mira a los ojos, no se despide, no dice permiso. Yo pensé que sólo era capaz de entristecer en los ascensores o en los pasillos. Pero no… hoy supe que entristece a lo largo de su paso, no importa si camina, o conduce.

Esta advertencia no es para evitar un rayón en su carro, un pequeño choque, no. Es para que usted se salve de mirar tanto gris, porque puede ponerse triste. Puede ser difícil después recuperar el aliento y concentrarse otra vez en las cosas buenas. Puede dejar de ver las nubes, los árboles secos y los verdes, los niños en las ventanas. Puede olvidarse de detallar la luz. No se arriesgue, no. Si usted ve aparecer esa camioneta BCC 19K, y desde ella alguien baja el vidrio para proferir ademanes y gestos, gritar con voz de bajo ruso y señalarlo con largos dedos… tenga pericia. Sea ágil y suba rápido el vidrio de la ventana. Suba un poco el volumen de su música favorita, recite un poema, concéntrese en los pájaros. Invente palabras, piense en BCC sin la bruja adentro. Imagínese cuántas palabras puede pensar: bactericida, bucólico (esta es linda), bicoca, blancuzco. Hágase un camino de palabras y transite sereno, porque esas siglas deben dejarse pasar con sus seres dentro. Con entereza. Con certeza de que no abundan. Sería imposible que abundaran ¿cómo abundarían? si hay más niñas con lazos que se despiden de usted, niños que muestran sus juguetes para compartirlos, aún adormilados y distantes; gente capaz de no descargar su miseria encima aunque exista detrás enfermedad, angustia, soledad, terror. Dígale adiós con gallardía. Sea valiente, despídase aunque ella insista en dejarle un poco de su oscura gana. Diga adiós. Insista usted también en despedirse. Adiós, adiós…

febrero 08, 2008

Animales en extinción

En Caracas, los eventos más importantes ocurren en el carro. Basta vivir un poco lejos de las cosas cotidianas, para que las conversaciones o los cansancios más significativos aparezcan nítidos dentro de esa máquina con ventanas para mirar todo el afuera donde no estás, donde no eres, donde no vives. A veces me pregunto si es esa la razón de tanta desidia hacia estas calles. A lo mejor esta ciudad luce malquerida porque nadie termina de apropiarse de ella. Ni quienes nos sentimos extranjeros en ella, ni quienes llegaron a ella y a la vida en el mismo aliento. Cuidamos y nos apropiamos de lo querido, de eso que acondicionamos para nosotros, para hacerlo vivible.

Dentro de esa caja con ventanas estaba Simón con una expresión extraña. Qué diferente a mi infancia —pensé. Tal vez es el peso del morral por las actividades de hoy o la noche no fue buen descanso para ninguno de los dos, o ya no hay más energía hacia el final de la semana.

—¿Te sientes bien?
—Sí. —Contestó mirando hacia afuera. Sin ahondar como lo hace siempre, sin detalles. Unitario.
—Pero tienes una carita... y esos ojos.
—No, no tengo nada.
—Sí tienes.
—Hoy tuvimos la clase de animales en extinción.
—¿Te fue bien? No tuviste problema con la tarea, todo lo que vi estaba resuelto.
—No es eso, mamá. Es que pasan cosas horribles.
—¿Sí? A lo mejor son horribles, pero algunas necesarias para que las especies sobrevivan. No estoy segura pero he leído que la supervivencia de algunas especies depende de la muerte de otras.
—No, mamá... eso no fue lo que dijo la maestra.
—Ah, bueno, explícame porque tu maestra siempre tiene la razón...
—Bueno, sí... hay unas especies que hacen lo que tú dices. Pero hay otras que no, y hoy supe una cosa terrible.
—Ajá...
—¿Conoces al oso panda?
—Sí...
—Tiene una esposa que es una osa panda, pero ella no es muy buena.
—¿Y eso?
—Si tiene dos hijos, cuando nacen, ella rechaza a uno... ¿lo sabías?
(...)
—Ay, no lo sabía.
—Pues para que lo sepas... sólo acepta a uno de los dos hijos que tiene. Imagínate, es una especie en extinción y apenas nacen los hijos la propia mamá aparta a uno de ellos, qué cosa tan horrible.
—Ay, Simón... lo es... pero estoy segura que la naturaleza tiene previsiones sobre eso. Debe tener alguna razón natural, no la sé, pero debe existir.


Avanzamos un poco más en el tráfico, y después de unos largos minutos, insiste de nuevo:
—Me parece que esté bien que estén en extinción, porque si no hay tantas osas panda, no habrá tantos hijos panda abandonados. Además ¿cómo dormirán si la mamá los aparta? ¿qué comen?
—Algo debe ocurrir después de ese rechazo, mi amor. No creo que se queden solitos así nada más. ¿No te hablaron de ningún otro animal? ¿la ballena? ¿la pereza?
—Sí... que pesan 60 toneladas, que pueden medir 15 m de largo. Pero esas que yo sepa no dejan a los hijos.
—Algo pasará, Simón... algo debe estar previsto para ellos. No deben estar abandonados así nada más.
—Eso espero, mamá. Que pase algo. Que los quiera el papá o por lo menos, aunque sea, que los lleven a un orfanato de pandas.




de «Historias mínimas de un niño despierto»