octubre 25, 2008

posdata

Estoy en la oficina. En el sofá. Tengo el libro pequeño de Pameos y otros prosemas en las manos. Me levanté de esa quietud que no es necesariamente cómoda, para darte las gracias de nuevo por estas páginas. Para decirte que aquí todo está solo. Estamos solos. Que hoy te habrías sentido mejor, porque no hay sol afuera. Aunque me han dicho que allá te parece más simpático que el día sea lindo e iluminado. Que a veces me da escalofrío cuando pruebo la comida fría porque en silencio sé que detestabas esa frialdad, esa falta de calor. Que a veces lo irritable del sol me sobrepasa más allá de la herida en los ojos porque tu queja simultánea es un eco en esta ciudad tan brillante. Que soy cuidadosa con las palabras y el idioma. Que todo está deshilado, desajustado y que las sincronías andan escondidas en alguna parte donde el mapa no me llevó. Se empañaron los espejos y se escondieron las ardillas, o cualquier animal peludo que las sustituya. Rompen las aceras hechas para vaciar cemento nuevo sobre aceras vivas, talan árboles y siembran otros crecidos que atan con mecates para obligarlos a vivir. Como si fuese un deber. Una tarea pendiente. Pero es un poro abierto. Un vapor condensado en una olla sin tapa. Visible. Escondido. Porque aquí continúa el riesgo de morir asfixiado por cualquier perfume vulgar a tempranísimas horas. Porque uno no puede esconderse ni siquiera en la mañana. Es que aquí el sol brilla desde temprano y sólo la lluvia nos protege.





a Daniel

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