abril 09, 2010

El silencio de la torre


Fotografía: Laura Morales Balza


En el transcurso de mi infancia y adolescencia, usé un corsé de milwaukee durante mis años de inmadurez esquelética. Hacía largos viajes con mi papá a Caracas para los controles de crecimiento donde hacían un molde de yeso de mi torso, en una cama de tiras que era para equilibristas. A partir de ese molde ajustaban las medidas de mi esqueleto de metal. Con esa especie de armazón robótica, debí enfrentar toda clase de apodos y chistes malos, aunque debo decir que también fue motivo de buenos amigos a quien no les parecía extraño estar con una niña metálica como yo. 

Debí usar ese aparato despierta y dormida. Sólo lo retiraba para bañarme. Algunas noches, descubrí a mi mamá sentada, mirándome mientras dormía. Lo hacía sola, excepto una noche que desperté para verla acompañada de mi tío Carlos que acababa de llegar de viaje. Los dos mirándome dormir, preguntándose cómo lo lograba con tanto hierro y cuero alrededor de mi cuerpo. 

Siempre era necesaria la ayuda de alguien para retirarlo o colocarlo porque había que ajustar unas correas para que no se moviera, de manera que quedara firme y apretado. 

En esos traslados al consultorio del doctor Eladio Díaz Camero, mi papá, para animarme, conversaba largo sobre Caracas y otras cosas. En forma ritual, después de la consulta visitábamos sin falta los mismos lugares una y otra vez: la plaza Bolívar, las torres del Silencio, el pasaje Zingg, donde íbamos a una librería larga después de subir unas escaleras mecánicas que si recuerdo bien, tenían algo de madera en su estructura. Me gustaba el olor de ese lugar, una vez dentro de la tienda de libros. También íbamos al Panteón Nacional y a la casa natal del Libertador Simón Bolívar donde me hablaba nuevamente de historias de valor, dignidad y todas esas cosas escasas. Una vez en la plaza entrábamos a la Catedral y a otro edificio que no recuerdo el nombre. Me encantaban esas caminatas de la mano de mi papá. Sólo deploraba el momento de las horribles palomas en la plaza, eso nunca me generó sonrisas.

Luego de ese paseo mi papá tomaba la cota mil y nos íbamos a una tienda cuyo nombre tampoco recuerdo, donde me compraba un vestido para mi muñeca y otro para la muñeca de mi hermana, que recibía el atuendo cuando regresábamos a la casa. Siempre hacíamos lo mismo, así que las muñecas tenían un ajuar medianamente variado. Una vez durante la compra de esos vestidos, entró un señor que desde mi perspectiva infantil, recuerdo muy, muy alto. Mi papá me cargó y me dijo, hija, conoce a este señor, José Bardina. Él es un actor español nacionalizado venezolano. Recuerdo la sonrisa del señor y mis pasos apurados cuando estuve de nuevo en el piso, para escoger los vestidos de las muñecas.

En el viaje de regreso, parábamos en un lugar donde vendían unas chupetas planas con forma circular, de unos 12 cm de diámetro. Esa era la otra parada consecuente, y las chupetas no eran sólo para mi hermana y para mí.

De la mano de José Ramírez, a razón de la admisión de su serie «Paraguaná» en el archivo fotográfico de la Biblioteca Nacional, una mañana mientras lo acompañaba a una reunión donde hablaríamos de la presentación y copias de su obra, tuve la oportunidad de ver de nuevo algunos de esos paisajes de mi infancia. Fue revelador para mí. De esas emociones que llegan sin ningún tipo de verbo. 

Algunos edificios ya no son tan gigantes y aunque muchas de sus historias y valores dignos estos días muestran un rostro turbio y desaparecido, conservo con amor ese arraigo que intento mantener vivo así sea en recuerdos de días pasados. En ese país que éramos. En esas escaleras que me llevaron a aquel mundo de libros con olores más que mágicos. En esos pasillos con tragaluces que iluminaban a los transeúntes como elegidos por Dios. Figuras móviles, veloces, delante de algunos mosaicos que vestían las paredes con geometrías mínimas. Ráfagas lúcidas, pequeñas lumbres que reconstruyen el ardor de esta ciudad de anestesiados. Porque sólo adormecidos es posible vivirla sin dolor.



A mi papá
Odoardo Celestino
con amor líquido


A José Ramírez
por llevarme a los lugares de la memoria


2 comentarios:

José M. Ramírez dijo...

A ti Laura Elina, a ti.

José M. Ramírez dijo...

Vuelvo a este texto, casi un año más tarde. Hace 3 días finalmente se firmaron los papeles de ingreso de ese portafolio que Laura y yo llevamos a la Biblioteca Nacional. La vista desde dentro de la Biblioteca, ese cielo tamizado con telarañas abandonadas, te hace cerrar los ojos. En el archivo audiovisual, Boulton me hizo pensar, Leufert me hizo llorar y la mirada a los estantes me hizo prometer secretamente que algo habría de hacer por esa memoria, algo a favor de esos recuerdos de una niña con corsé o de un niño con traje del zorro.