enero 01, 2008

Claro y tibio, por favor

Era una casa iluminada. Amarillas luces entraban por el claro del jardín interior que se veía desde algunas de las habitaciones. Ese jardín convertido en patio interno terminaba en una gran ventana de madera y vidrio que separaba la cocina de las matas y los pájaros. Allí amanecían las mujeres. Unas para desayunar y salir desde temprano, otras para comenzar la faena mañanera y quedarse.

El piso se extendía como una gran alfombra en toda la planta baja de la casa. Cuadrados negros y amarillos envejecidos que divertían a la niña pequeña en sus primeros pasos. Era una casa llena de fantasmas vivos. Esos de pasos apurados por la angustia o el quehacer cotidiano que se elabora sin entusiasmo. A veces la niña entraba dentro de los rituales fantasmales: la hora del baño, la hora de la comida, la hora del café, de la merienda, de la siesta. Una de las mujeres la tomaba malhumorada, en la regadera, aún de mal humor, fastidiaba para apurar el baño. Con miradas amenazantes o golpes mojados en las piernas insistía en la premura golpeando constantemente hasta que por fin la danza de la toalla significaba el fin de la tortura. La toalla calmaba a la niña porque sabía que saldría protegida en ella desde el baño. Afuera las otras mujeres verían normal el llanto y pensarían que tal vez el agua no tenía la temperatura adecuada y las veían pasar a ambas hacia el cuarto donde solían vestirla y arreglarla.

Algunas tardes, llegaban visitas ancianas olorosas a talco y perfumes fuertes. Blancas mujeres con labiales oscuros y cabellos recogidos se inclinaban con su olor a flores de cementerio y hojas disecadas para apretar las mejillas y sonreír encima de la cara de la niña. Era seguro que esa noche soñaría grandes máscaras vivas y maniquíes con venas y latidos. Esas tardes, con esas visitas, el aroma del café se mezclaba con el olor de los talcos perfumados. En esa ciudad, las tazas de café llegaban hasta la sala despidiendo humos blancos como figuras alargadas. También de allí salían fantasmas turbios que tenían dificultad para despegarse del borde delgado de la taza. Sólo esa porcelana los ataba a este mundo de vivos olorosos. La niña dudaba acercarse, pero veía desde fuera el ritual de delgadas figuras neblinosas saliendo de la oscura noche de esas tazas lustrosas y profundas.

Llegó la hora de la comida de la niña. La mujer la tomó de la puerta de la sala sin molestar a la visita. La llevó hasta la cocina y la sentó en uno de los mesones cerca del lavaplatos y las gavetas. Allí, callada, como si recién acabara de salir de las humaredas del café, tomaba bocados de comida que apretaba contra la boca de la niña. Con el mismo bocado ensuciaba parte de la ropita recién puesta y repetía varias veces lo mismo hasta dejarla sucia. La mujer se comía el resto de alimento del plato y sin palabras, llevaba a la niña de vuelta al pasillo que estaba cerca de la sala. Ya comió —decía medio asomada en la doble puerta del salón. Y se marchaba.


Una mañana, la niña con algunas palabras aprendidas, jugaba en la planta alta de la casa de luces amarillas. Las mujeres pasaban afanadas, con cargas de ropa limpia, manteles, sábanas. La mujer y la niña se miraban en silencio. La palabra es un decreto —pensaba la niña callada mientras recordaba los golpes debajo del agua y la comida que la mujer masticaba apurada, escondida de todos.

Temió estar demasiado cerca de la mujer y decidió bajar las escaleras hasta un cuarto que daba a la cocina. La mujer hizo lo mismo y la apartó con una gran carga de ropa limpia y planchada. Un frío temblor corrió por la espalda de la niña tambaleándose en los estrechos escalones. Recuperado el equilibrio se abalanzó encima de la mujer hasta empujarla. Camisas, manteles y servilletas volaron hasta caer blanquísimos sobre el ajedrez negro y amarillo. La mujer rodó escalones abajo con la cesta haciendo lo mismo cerca de su cuerpo. Otras dos mujeres salieron alarmadas de la cocina mientras desde el piso, la mujer miraba a la niña desde abajo ¿Qué pasó? —gritaron desde la cocina con las manos en los trapos húmedos y arrugados. Nada —sentenció ella. Se puso de pie, se estiró la ropa, caminó hacia el patio interior, llegó al salón y atravesó el zaguán.

No regresó jamás.




A veces la niña, en su adultez, pierde segundos en largos viajes detrás de blancos hilos que salen de las tazas de café caliente. Menos mal las ciudades han cambiado, las tazas, las visitas y los gustos. Es mejor asomar los ojos en una taza de café con leche, claro y tibio, que dejarse perder en la oscurana de un café, que quién sabe a qué recuerdos llevará.

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