diciembre 02, 2008

Marguerite y la tijera barroca

a marianto





No huele a amoníaco. Huele a Vivaldi. Hay libros además de revistas, y no sólo hay libros sino que entre esos libros está Yourcenar —esta vez irónica y sonreída— diciéndome ¿ves? te vas a sentar aquí, sin chistar, con cara temeraria y valiente y vas a dejar que la tijera se escuche aunque yo luzca como una aparición en un espacio imprevisto. Vas a quedarte en mis páginas de historias orientales porque es coherente con la vida. Estas son las sincronías que importan, las demás puedes dejarlas pasar sin irte con ellas. No son relevantes.

Siempre alivia el agua los silencios más callados. Nada es excesivo ni ornamentado con exageración sobre todo cuando ha sido tan esperado. Ni las paredes están recubiertas, ni cuelgan telas brillantes desde el techo. Esa desnudez fue un buen síntoma, una pared desnuda siempre es bienvenida. Una pared incolora e inofensiva bien podría caerse encima sin maltratar a nadie. Más si de ella pende un moriche simbólico y soterrado hasta el ardor. También allí la infancia.

No era sólo el aroma a Vivaldi, era el Gloria en tono esplendoroso. Revivir mi primer acercamiento a una música que estuvo callada por tantísimos años. Está bien, Marguerite, recibo la sincronía de tus historias. La realidad dentro del sueño, el mito encantado y todas tus palabras. Delante de tus páginas me permito cerrar los ojos un instante, para que lleguen los pájaros desde lejos. Abandono tu Grecia y los Balcanes de Japón para quedarme en India. Poco más que despierta.

(…)

No fueron necesarias las rutas ni los mapas.

Mi papel quedó guardado en el bolsillo. De él me sujeté. Fue un viaje sencillo de asumir: ven.

Voy.

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