marzo 31, 2008

La chanteuse

Huele a papel. Si abro los ojos pierdo el regalo de adivinar el color. Huelo los bordes, intuyo cuántos libros, cuántas bobinas, cuánto tiempo. En mis manos resulta un paquete pequeño. Formato un treinta y dos incompleto. Pienso en ocres, pero al abrir los ojos un verde pálido aparece. Me pongo seria. Pienso en doscientos veinticuatro páginas, pero me equivoco. Rompo un poco, miro. Me pongo seria: «Dictionaire de musique, Roland de Candé. Microcosme». Mate trescientos gramos sin recubrimiento. Impresión a tres colores por uno, la cubierta. Lomo cuadrado pegado. Edición de mil novecientos sesenta y uno. Abro las páginas y huelo más. Un libro es un universo roto, infinito. La página cuatro nos lleva a Montaigne, nos dice L’ignorance qui estoit naturellement en nous, nous l’avons, par longue estude, confirmée et avérée.

Paso mis ojos por encima de esas letras, detenidamente. Digo en voz alta:

—Mira… como aquello del talento y la probidad.

Sigo mirando. Leo en voz alta, Daniel me mira a ratos desde la computadora. Alterna su atención entre la lectura y la luz de la pantalla.

Daniel
Ajahmm
—Qué hermoso ¿verdad?
—¿Qué cosa?
—Todo… no sé. El símbolo, la grafía, el bisonte de Altamira… estas letras juntas. Es otro idioma, pero sigue siendo la palabra. La sonata es la sonata. El compás es el compás, lo describe exacto. ¿La cantante?
—Sí.



Daniel miró de nuevo la luz de la pantalla, blanca y brillante. Dejé el libro sobre mí, detallando el dibujo de la luz. Con la misma desperté, otro día, mañana recién llegada por la ventana. Fue difícil salir del sueño. Fue sencillo decir gracias.


Otra vez.

1 comentario:

Daniel dijo...

«Lo precedieron por la escalera con peldaños de madera gastados por el uso. La puerta chirrió al abrirse, y el interruptor de la luz alumbró el abigarrado taller que presidía una antigua prensa de libros junto a una mesa de zinc llena de herramientas, cuadernillos a medio coser o ya enlomados, guillotinas de papel, pieles teñidas, frascos de cola, hierros ornamentales y otros utensilios del oficio. Había libros por todas partes: grandes pilas de encuadernaciones en tafilete, chagrin o vitela, paquetes listos para su envío o a medio proceso, sin cubiertas o con sus tapas aún en rústica. Sobre bancos y estantes, volúmenes antiguos deteriorados por la polilla o la humedad esperaban ser restaurados. Olía a papel, a cola de encuadernar, a piel nueva; Corso dilató las aletas de la nariz, complacido. Después extrajo el libro de la bolsa y lo puso en la mesa.»