noviembre 27, 2006

La tarea

—Hoy me mandaron una tarea para la inteligencia.
—¿Sí? ¿cómo es? no la conozco.
—Se llama matemática.
—Ah... ¿te gusta?
—Mucho, me dará mucha inteligencia.
—Qué bueno, hijo.

Más tarde:
—Tengo que hacer los números del 1 al 20.
—Muy bien. Hazlos con calma.
—Ya debo estar más inteligente.
—¿Tan pronto?
—Quiero comer sushi.
—No te distraigas... termina los números.

Más tarde:
—Ya debe haberme dado inteligencia.
—Sí, son muchos números.
—No tantos, pero tengo que repetirlos. Primero solos. Después dentro de círculos. Tengo que hacer veinte círculos.

Más tarde termina la tarea, deja el lápiz a un lado y se queda mirando el cuaderno:
—Nací para esto...










de «Historias mínimas de un niño despierto»

La nevera

Nuestra nevera está viva. Activa y desactiva su regulador de temperatura a placer. Unos días enfría, otros no tanto.

—Qué broma. Esta nevera no está enfriando.

Simón sigue comiendo sin hacer ningún comentario.

—Es increíble. Nuevamente el regulador está en D y no en J.
—¿Sí, mamá?
—Sí
—Qué raro...
—Sí... es raro.
—Simón, estamos tú y yo solos aquí ¿no?
—Sí
—Entonces ¿quién mueve el regulador de la nevera?
—¿Se movió?




de «Historias mínimas de un niño despierto»

Era horrible

En el carro. Autopista Francisco Fajardo. A la altura de Bello Monte.

—Mamá...
—Dime
—Mira la «horriblidez» de esa basura en la calle






de «Historias mínimas de un niño despierto»

noviembre 22, 2006

Virazón

Carmen de Uria, estado Vargas, Venezuela

Fotografía: Laura Morales Balza

noviembre 08, 2006

Chant

de la serie «Chant»
Fotografía: Laura Morales Balza

noviembre 05, 2006

Versos extranjeros

El 20 de octubre recibí esta nota de una amiga que aprecio mucho. La esperaba ansiosa. Tuve que despedirme de ella... últimamente los afectos han estado llenos de despedidas. Es como si el país y los alrededores se quedaran vacíos poco a poco.

Recibir sus palabras estuvo mucho más allá de saber cómo se encontraba. Saber de su reconocimiento de los espacios nuevos, del clima, de la gente. Lo coloco acá con su permiso, porque no quiero extraviarlo en algún lugar oscuro de la computadora. Además no es una nota, son unos versos. Es un correo-poema:




Bueno
he llegado
No tengo acentos, ni e;es, como puedes ver

He llegado a una casa con un perro enorme
y dos gatos neuroticos

He llegado y las hojas se estan empezando a enrojecer
la escuela esta bien, me gusta,
estoy haciendo cosas distintas
creo que me va a ir bien

Espero que estes bien
Cuando tenga mas cosas que contarte te escribire mas

te quiero


Elisa

noviembre 04, 2006

Llegada

Fotografía: Laura Morales Balza

Brotes

Fotografías: Laura Morales Balza



En sólo tres días. Diminutos hilos de hierba de unas semillas que eran casi invisibles por lo diminutas.

Calentidad

A veces un segundo, debería ser un siglo. Un algo suspendido que no se rompa. Sin fin. Interminable.

Mi hijo dijo:
Mamá... quiero abrazarte aquí —señalando con su dedo— para sentir tu «calentidad».







de «Historias mínimas de un niño despierto»

noviembre 03, 2006

Montaña

Fotografía: Laura Morales Balza

Esta ciudad tiene espacios y situaciones que no alientan mucho el deseo de permanecer en ella. En contraste con eso, tiene otras expresiones que lo hacen a uno quedarse absorto, es como un gran intento de conquista, de insistencia en la memoria en las vísceras de quienes la habitamos. A veces tan compleja, tan caótica, tan absurda... Caracas insiste en mostrarse por encima de su desfiguración. Basta voltear un poco, mirar con ojos diferentes, llevar la mirada más allá del café de la mañana, más allá del mostrador que nos separa del a veces simpático muchacho que luce recién despierto. Es una forma de perder el miedo, la desazón, el desencanto de andar por estas calles rotas. Fijarse en eso: en la insistencia por parte de esta ciudad para ser hermosa a pesar del caos que significa, la salva para mis ojos.


El lugar: Caracas. Vista de El Ávila desde el Gama Express. Chuao.

noviembre 02, 2006

Desayuno simbólico

Esta mañana mi rutina no fue la de todos los días. Después de una larga espera en el tráfico, desvié el camino para intentar acortar lo que faltaba por recorrer. No pude desayunar en el lugar de siempre y el lugar escogido tuvo una sorpresa: estaba repleto de palomas.

( ... )

No puedo con ellas. No puedo con su olor. Con sus ojos insoportablemente circulares y opacos. No puedo con su atrevimiento, su aleteo, sus pelusas. No puedo con sus patas rojas. Esas patas terribles, brillantes, que me paralizan por completo. Además, las palomas de hoy no eran como las palomas que siempre me han asustado.

Me senté en la mesa que pensé más distante de ellas. A esa hora de la mañana había pocas personas en el lugar. Un señor de barba, que estaba allí, con su mirada y espíritu en un lugar muy distante; de brazos cruzados, camisa clara con rayas muy finas, del mismo color de las patas de las palomas. Él estaba allí sentado sin café ni pan. Sentado, simplemente, en la mesita circular, con sus brazos muy cruzados.

En otra mesa había una mujer de cabello negro, recogido. Ella sí se veía cómoda en la mesita, con su café, su comida, sus piernas cruzadas. Su periódico.

Me senté en una mesa que estaba cerca de otras tres mesas vacías. Intenté comer. Pensaba para mis adentros no puede ser, soy una persona adulta, tengo que superar esto. Este olor no puede ser tan desagradable. Mira a esa mujer, como toma su café, ni siquiera mira a las palomas.

Además del olor, el sonido —terrible sonido— de esas aves moviéndose como locas tan cerca de mí. No podía siquiera tomar el vaso con café. Me daba terror que una de ellas se acercara demasiado. Así que me quedé sentada a ver si un milagro ocurría y se iban. Pensando cómo es posible que a semejante animal lo hayan hecho símbolo de la paz con semejante desajuste que me causan. Ese animalito, con sus patas rojas como plastificadas, que seguramente son frías porque no puede ser de otra manera. Cómo puede ser bello un animalito así, para que aparezca en todas partes tan blanco e impoluto con la palabra «paz» atada a sus plumas.

Con mi café ya frío, terminó mi historia. Un señor alto, con lentes grandes, se sentó en una de las mesas desocupadas. Sacó su periódico, y empezó a leer mientras lanzaba pedacitos de su desayuno cerca de su mesa —también de mi mesa. Eso fue como detonar el inicio de un ejército de palomas poseídas por algún espíritu que volaban unas encima de las otras, desesperadas; debajo y encima de las mesas. No pude contener las lágrimas. Era demasiado para mí haber salido de una cola infernal para verme en un infierno aún peor.

Respiré profundo para armarme de valor y poder ponerme de pie en medio de aquel desbarajuste de palomas volando por todas partes. Una de ellas se agarró sobre el espaldar de una de las sillas vacías de la mesa y se posó allí a verme con sus ojos huecos. Para señalarme con su pico horrible. Su pico tan largo.

Fue suficiente para que yo lograra levantarme y caminar hacia mi carro. Sin café, sin pan, sin paz alguna. Llena de espanto.





El lugar: Caracas. Una panadería cuyo nombre no recuerdo, en Cumbres de Curumo.