enero 07, 2008

La vida después del Wanulú

Fotografía: Laura Morales Balza


—Mamá, mira lo que encontré. Con estos lentes sí es verdad que no voy a tener ni un poquito de miedo. A lo mejor puedo soltarte una de las manos para dormir.
—Espera para hacerte una foto.
—¿Así?
—Como quieras, siempre que no se caigan, cuidado con esos lentes de tu abuelo.
—¿Así?
—Sí, puede ser. Déjame hacer otra.
—¿Te miro?
—Puede ser. Otra vez, ahora mira aquí.
—¿Me veo terrible?
—No, chico, te ves bien.
—Ay, qué lástima. Quería verme terrible.
—¿Y eso?
—Para no tener miedo.
—Ah, bueno si es por eso, ponte serio.
—¿Así?
—Sí, un poco más a ver si de verdad se te pasa el miedo por las noches.
—Quién sabe, mamá.
—Esperemos. Más serio ¿puedes?. Si quedas suficientemente serio se la mostramos al Wanulú cuando te salga por las noches.
—Bah... mamá... ja-ja-ja muy chistosita ¿no?, el Wanulú está dentro del libro, no afuera.
—Sí pero de eso te acuerdas sólo de día, de noche no me dejas dormir con el tema de la llegada del Wanulú. Que si no tiene cara, que si pobrecito el burro que se convirtió en tuna, que qué barbaridad de espanto, que acompáñame a hacer pipí porque puede estar en el baño, que no apagues todas las luces.
—Pensándolo bien, mejor me quito estos lentes.
—¿Y eso, Simón?
—Se ve más oscuro...
—Aquí vamos otra vez.
—¿Vas a dormir conmigo, verdad?
—Siempre... Simón...








de «Historias mínimas de un niño despierto»

enero 05, 2008

Ejército invisible

Haría largas nubes verticales. Me bajaría de la propia, para verla desde lejos y pensar que es suficiente con mirarla. Nubes estiradas, contraídas. Que me confundan. Alargadas nubes que simulen la neblina que necesito. Si fumara, estaría de pie en la ventana fuera de la silla que habito estas horas, dibujando nubes largas en la noche. Sería el ejercicio necesario para respirar sin sentir que tengo un respiro menos. Estaría en la ventana para quejarme con la noche y hacerla la más importante de las más recientes. Tomaría mi cigarro con seguridad a pesar de la pestilencia y el ardor de su círculo en mi boca e inhalaría con venganza frenética. Me puedo imaginar, de pie, de humo blanco dibujada sin estar rodeada de frailejones húmedos e indoloros. No hay mar, eso facilita las cosas porque mi nube gusta de corrientes de aire montañosas. Si no miro el mar, es más sencillo exhalar el aire contaminado y sucio de mis pulmones limpios, que no de las arterias que salen de mi corazón. Es mejor de ese modo, más cómodo para mi nube andina y obstinada. De pie, la miro alejarse desde la ventana donde fumo con seguridad casi visible, a no ser porque las luces apagadas me confunden con el cuadro de mi ventana abierta. Parte de la decoración, dijeron alguna vez, esta vez, del paisaje nocturno que insisto, no es marino. Nada se parece a este círculo encendido que apunta al vacío con su luz débil. Si fumara, me preocuparían los dibujitos que la ceniza pueda dejar al caer en el antepecho de mi ventana. Me quedaría mucho rato mirando qué dibujos me regala la ceniza azarosa. No podría evitar intervenir con mis dedos para hacer algunas cuencas en esos pequeños volcanes sin llama. El azar me mortifica. Inhalaría profundamente, con los ojos cerrados, al mismo tiempo que estrangulo ese pequeño sol circular entre mis dedos. Si fumara, sería capaz de masticar un poco para dejar allí la contención que me rebasa. Recogería mi cabello preocupada por el olor que pueda alojarse entre sus hebras. Mi nube gusta de corrientes montañosas, allí es seguro despejarme la frente y con eso el pensamiento y la esperanza. Si fumara sería posible llenar el cielo oscuro de nubes blancas, de oriente y occidente. No importa cuán largas y estrechas luzcan, como los sueños desvanecidos que cuesta conciliar. Pero es de noche y las nubes son escasas. Del otro lado esperan otras horas por mil cigarros encendidos. Si fumara estaría absorta mirando lo único que brilla delante de mi boca. Pequeño círculo solar que enciende mis ganas de vigilia. Con tanta humareda haría un muro gigante. Que digo un muro, un país entero. Países. Unos encima de los otros, para que no mires en mi mundo. Mi cigarro te espanta con sus luces naranja y gris muerto. De pie estoy, en esta ventana que vigilo. De pie, como los árboles —también dijeron muchas veces. Mirando mi nube, fuera de mí. Lejos.

enero 01, 2008

Claro y tibio, por favor

Era una casa iluminada. Amarillas luces entraban por el claro del jardín interior que se veía desde algunas de las habitaciones. Ese jardín convertido en patio interno terminaba en una gran ventana de madera y vidrio que separaba la cocina de las matas y los pájaros. Allí amanecían las mujeres. Unas para desayunar y salir desde temprano, otras para comenzar la faena mañanera y quedarse.

El piso se extendía como una gran alfombra en toda la planta baja de la casa. Cuadrados negros y amarillos envejecidos que divertían a la niña pequeña en sus primeros pasos. Era una casa llena de fantasmas vivos. Esos de pasos apurados por la angustia o el quehacer cotidiano que se elabora sin entusiasmo. A veces la niña entraba dentro de los rituales fantasmales: la hora del baño, la hora de la comida, la hora del café, de la merienda, de la siesta. Una de las mujeres la tomaba malhumorada, en la regadera, aún de mal humor, fastidiaba para apurar el baño. Con miradas amenazantes o golpes mojados en las piernas insistía en la premura golpeando constantemente hasta que por fin la danza de la toalla significaba el fin de la tortura. La toalla calmaba a la niña porque sabía que saldría protegida en ella desde el baño. Afuera las otras mujeres verían normal el llanto y pensarían que tal vez el agua no tenía la temperatura adecuada y las veían pasar a ambas hacia el cuarto donde solían vestirla y arreglarla.

Algunas tardes, llegaban visitas ancianas olorosas a talco y perfumes fuertes. Blancas mujeres con labiales oscuros y cabellos recogidos se inclinaban con su olor a flores de cementerio y hojas disecadas para apretar las mejillas y sonreír encima de la cara de la niña. Era seguro que esa noche soñaría grandes máscaras vivas y maniquíes con venas y latidos. Esas tardes, con esas visitas, el aroma del café se mezclaba con el olor de los talcos perfumados. En esa ciudad, las tazas de café llegaban hasta la sala despidiendo humos blancos como figuras alargadas. También de allí salían fantasmas turbios que tenían dificultad para despegarse del borde delgado de la taza. Sólo esa porcelana los ataba a este mundo de vivos olorosos. La niña dudaba acercarse, pero veía desde fuera el ritual de delgadas figuras neblinosas saliendo de la oscura noche de esas tazas lustrosas y profundas.

Llegó la hora de la comida de la niña. La mujer la tomó de la puerta de la sala sin molestar a la visita. La llevó hasta la cocina y la sentó en uno de los mesones cerca del lavaplatos y las gavetas. Allí, callada, como si recién acabara de salir de las humaredas del café, tomaba bocados de comida que apretaba contra la boca de la niña. Con el mismo bocado ensuciaba parte de la ropita recién puesta y repetía varias veces lo mismo hasta dejarla sucia. La mujer se comía el resto de alimento del plato y sin palabras, llevaba a la niña de vuelta al pasillo que estaba cerca de la sala. Ya comió —decía medio asomada en la doble puerta del salón. Y se marchaba.


Una mañana, la niña con algunas palabras aprendidas, jugaba en la planta alta de la casa de luces amarillas. Las mujeres pasaban afanadas, con cargas de ropa limpia, manteles, sábanas. La mujer y la niña se miraban en silencio. La palabra es un decreto —pensaba la niña callada mientras recordaba los golpes debajo del agua y la comida que la mujer masticaba apurada, escondida de todos.

Temió estar demasiado cerca de la mujer y decidió bajar las escaleras hasta un cuarto que daba a la cocina. La mujer hizo lo mismo y la apartó con una gran carga de ropa limpia y planchada. Un frío temblor corrió por la espalda de la niña tambaleándose en los estrechos escalones. Recuperado el equilibrio se abalanzó encima de la mujer hasta empujarla. Camisas, manteles y servilletas volaron hasta caer blanquísimos sobre el ajedrez negro y amarillo. La mujer rodó escalones abajo con la cesta haciendo lo mismo cerca de su cuerpo. Otras dos mujeres salieron alarmadas de la cocina mientras desde el piso, la mujer miraba a la niña desde abajo ¿Qué pasó? —gritaron desde la cocina con las manos en los trapos húmedos y arrugados. Nada —sentenció ella. Se puso de pie, se estiró la ropa, caminó hacia el patio interior, llegó al salón y atravesó el zaguán.

No regresó jamás.




A veces la niña, en su adultez, pierde segundos en largos viajes detrás de blancos hilos que salen de las tazas de café caliente. Menos mal las ciudades han cambiado, las tazas, las visitas y los gustos. Es mejor asomar los ojos en una taza de café con leche, claro y tibio, que dejarse perder en la oscurana de un café, que quién sabe a qué recuerdos llevará.

Sebastián de Vivanco

Mi gato Sebastián, blanco y negro, presagio de mis intereses actuales, se paseaba despacio por el apartamento. Le encantaba ver algunos programas de televisión y era el mejor compañero para escuchar música. En mis años de universidad era el recibimiento deseado si venía cansada o feliz. Ya en el estacionamiento no veía la hora de llegar a la casa para descalzarme y descubrir qué estado de ánimo tendría al abrir la puerta. Su seriedad a veces era intimidante. Tanto, que en algunas ocasiones resultaba más seguro para mí estar pendiente de mi espalda. Era mejor caminar sin descuido si ese día no estaba de amores. Otras veces toparme con su cara al entrar, era exponerme a un efecto hipnotizante si sus ojos adormecidos me miraban poseído por los brazos de Morfeo. Bastaban minutos para que fuese cerca de su pecho ronroneante, poseída por sus ojos entrecerrados. Bastaban segundos para que los míos se cerraran profundamente, aunque no tuviese sueños felinos y peludos. Algo tenía su corazón de gato silente, que era capaz de escucharme con atención y vigilia. Su sueño diurno me ayudaba a pasar noches seguras, su vigilancia de esfinge no podía ser mejor espanto para los sueños oscuros y temerosos. Yo hurgaba en sus miradas terribles para ver si hallaba alguna pista egipcia, algún resto de aceite untuoso o aroma a mirra. Sus ojos cumplieron con el destino de su vida, no revelaron lo añejo de su espíritu, ni lo santo de sus silencios.

Mi gato Sebastián dejó varias de sus vidas en ese apartamento. Sobrevivió a una descarga eléctrica en la cocina por más que mi hermana y yo agotamos todas las palabras para explicarle lo peligroso que era tomar por estambre aquel cable negro. Él insistió con sus patas y movimientos, hasta que un día un chispazo fuerte lo lanzó contra la pared donde estaba la mesa para desayunar. Estuvo varios días extraño y aunque su comida estaba al cruzar la cocina, había que llevarlo cargado hasta el otro lado porque no era capaz de hacer ese trayecto solo. Por varios días caminó sobresaltado, entre temblores y descargas internas de terror.

A veces, en los días más agitados de la universidad, se quedaba hasta tarde cerca de la mesa de dibujo. Era parte de la escena, parte de los papeles, las cuchillas, la madera, el pegamento, las tintas. Se quedaba allí sentado moviendo su cola a veces con ritmo apabullante, por lo perfecto. Era el recordatorio de terminar, o morir, en caso que mi deseo fuese correr a mi almohada si la entrega significaba mucho estrés y el vómito me jugaba las suyas en la madrugada. Bastaba una pequeña duda mía para encontrarme con sus ojos amarillos y grises. Una que otra madrugada busqué complicidad en sus ojos. Un pequeño gesto suyo bastaría para irme hipnótica hasta la cama, pero eran las horas de más vigilia para él. Un gato apto para insomnes. Un gato para no sucumbir.

Lo que más quise en Sebastián fue su amor fortalecido. Su amor siempre reclamó los abandonos. No era un amor complaciente. Fue un amor de entrega pero también de reciprocidades. No como aquel perro de mi infancia, aquel setter irlandés que ninguna escuela pudo educar, que amaba aunque pasara una tarde solo y abandonado, como si amar fuese un ejercicio solitario. Sebastián era capaz de ignorarme horas, si había sido muy larga su espera o si había sentido desatención y soledad. Por más arrumacos, amapuches y mimos, me trataba con digna frialdad, como si esperara un mejor momento para quererme. Diciéndome con sus gestos y sus bigotes que tendría que esforzarme un poco por un mínimo ronroneo o una mínima volteada panza arriba con vueltas y sonidos de cascabel. No era fácil sacarle el amor, pero era seguro. Era seguro amarlo, porque su amor no brotaba de cosas invisibles. Su amor se vertía inmenso si sentía seguros sus propios miedos.

Mi gato Sebastián hace mucho no ronronea a mi lado. Pero esta noche lo recuerdo hasta olerlo. Casi siento su tibieza y su paso sigiloso entre mis piernas cuando salía de mi cama al baño. Su compañía, allí sentado en la alfombrita del piso si en la madrugada tenía muchas ganas de hacer pipí, y de nuevo entre mis piernas en el camino de vuelta hasta la cama: un espacito, por favor… sin mucha misericordia. Un espacito, eso sí, no vayas a llevarte mi espíritu. Mira que en el Nilo titilan suficientes almas y la mía está cansada hoy. Cansada.








A mi gato Sebastián
en estas horas de sueño