enero 01, 2008

Sebastián de Vivanco

Mi gato Sebastián, blanco y negro, presagio de mis intereses actuales, se paseaba despacio por el apartamento. Le encantaba ver algunos programas de televisión y era el mejor compañero para escuchar música. En mis años de universidad era el recibimiento deseado si venía cansada o feliz. Ya en el estacionamiento no veía la hora de llegar a la casa para descalzarme y descubrir qué estado de ánimo tendría al abrir la puerta. Su seriedad a veces era intimidante. Tanto, que en algunas ocasiones resultaba más seguro para mí estar pendiente de mi espalda. Era mejor caminar sin descuido si ese día no estaba de amores. Otras veces toparme con su cara al entrar, era exponerme a un efecto hipnotizante si sus ojos adormecidos me miraban poseído por los brazos de Morfeo. Bastaban minutos para que fuese cerca de su pecho ronroneante, poseída por sus ojos entrecerrados. Bastaban segundos para que los míos se cerraran profundamente, aunque no tuviese sueños felinos y peludos. Algo tenía su corazón de gato silente, que era capaz de escucharme con atención y vigilia. Su sueño diurno me ayudaba a pasar noches seguras, su vigilancia de esfinge no podía ser mejor espanto para los sueños oscuros y temerosos. Yo hurgaba en sus miradas terribles para ver si hallaba alguna pista egipcia, algún resto de aceite untuoso o aroma a mirra. Sus ojos cumplieron con el destino de su vida, no revelaron lo añejo de su espíritu, ni lo santo de sus silencios.

Mi gato Sebastián dejó varias de sus vidas en ese apartamento. Sobrevivió a una descarga eléctrica en la cocina por más que mi hermana y yo agotamos todas las palabras para explicarle lo peligroso que era tomar por estambre aquel cable negro. Él insistió con sus patas y movimientos, hasta que un día un chispazo fuerte lo lanzó contra la pared donde estaba la mesa para desayunar. Estuvo varios días extraño y aunque su comida estaba al cruzar la cocina, había que llevarlo cargado hasta el otro lado porque no era capaz de hacer ese trayecto solo. Por varios días caminó sobresaltado, entre temblores y descargas internas de terror.

A veces, en los días más agitados de la universidad, se quedaba hasta tarde cerca de la mesa de dibujo. Era parte de la escena, parte de los papeles, las cuchillas, la madera, el pegamento, las tintas. Se quedaba allí sentado moviendo su cola a veces con ritmo apabullante, por lo perfecto. Era el recordatorio de terminar, o morir, en caso que mi deseo fuese correr a mi almohada si la entrega significaba mucho estrés y el vómito me jugaba las suyas en la madrugada. Bastaba una pequeña duda mía para encontrarme con sus ojos amarillos y grises. Una que otra madrugada busqué complicidad en sus ojos. Un pequeño gesto suyo bastaría para irme hipnótica hasta la cama, pero eran las horas de más vigilia para él. Un gato apto para insomnes. Un gato para no sucumbir.

Lo que más quise en Sebastián fue su amor fortalecido. Su amor siempre reclamó los abandonos. No era un amor complaciente. Fue un amor de entrega pero también de reciprocidades. No como aquel perro de mi infancia, aquel setter irlandés que ninguna escuela pudo educar, que amaba aunque pasara una tarde solo y abandonado, como si amar fuese un ejercicio solitario. Sebastián era capaz de ignorarme horas, si había sido muy larga su espera o si había sentido desatención y soledad. Por más arrumacos, amapuches y mimos, me trataba con digna frialdad, como si esperara un mejor momento para quererme. Diciéndome con sus gestos y sus bigotes que tendría que esforzarme un poco por un mínimo ronroneo o una mínima volteada panza arriba con vueltas y sonidos de cascabel. No era fácil sacarle el amor, pero era seguro. Era seguro amarlo, porque su amor no brotaba de cosas invisibles. Su amor se vertía inmenso si sentía seguros sus propios miedos.

Mi gato Sebastián hace mucho no ronronea a mi lado. Pero esta noche lo recuerdo hasta olerlo. Casi siento su tibieza y su paso sigiloso entre mis piernas cuando salía de mi cama al baño. Su compañía, allí sentado en la alfombrita del piso si en la madrugada tenía muchas ganas de hacer pipí, y de nuevo entre mis piernas en el camino de vuelta hasta la cama: un espacito, por favor… sin mucha misericordia. Un espacito, eso sí, no vayas a llevarte mi espíritu. Mira que en el Nilo titilan suficientes almas y la mía está cansada hoy. Cansada.








A mi gato Sebastián
en estas horas de sueño

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